Nuria Ros, doctora en psicología, nos relata en primera persona cómo fue su etapa educativa, la dislexia sin diagnosticar marcó su paso por la escuela y por la vida. Afortunadamente y después de un calvario, con mucho tesón logró superar las adversidades. Una verdadera resiliente.
«Son las 9, hay que entrar en el aula. Pruebo a pasar desapercibida en medio de la fila. Inevitablemente ya estoy dentro sentada en el pupitre adjudicado. Voces, risas, tiraditas de bolas de papel… La Sra. maestra desde su tarima llama al orden. Silencio y empieza el canturreo militar del pase de lista. Estado de tensión, y como todos los días al llegar a mi apellido, ya de forma automatizada y no consciente, me pierdo por debajo de la silla buscando la goma caída y apenas aflora un hilo de voz con un “presente”, con la cara roja como la grana. Garganta seca, saliva espesa y consistentes problemas para deglutir. La tortura sólo está en su preámbulo. El elenco era largo y el transcurrir del tiempo hasta la salida del colegio todavía más.
Revisión de deberes, explicación de las “letras”, de los “números”, lectura… reproches y castigos abundantes por lo que concernía a mi persona. Entonces yo tenía seis años y se sobreentendía que los fundamentos básicos de la lecto-escritura y del cálculo, se habían adquirido en el hogar. De hecho mi familia probó denodadamente a hacerlo, pero “tiraron la toalla”, concluyendo que a diferencia del “brillante hermano mayor que me tocó en reparto”, “la rara, torpe y corta de entendederas” que era yo, habría que tenerla hasta los doce años en la escuela para que obtuviera el título mínimo del momento y después meterla a trabajar como aprendiz en una fábrica. Un futuro halagüeño.
Hablaba poco y escuchaba mucho. Poseía tan buena memoria auditiva, como mala visual. Recordaba perfectamente, a no ser que anduviese escondida en mi mundo de fantasía e imaginación y no hubiese prestado atención. Cierto es que me devolvían a la realidad de forma rápida con algún sistema taxativo, ya fuera grito con insulto o directamente bofetón.
La Sra. maestra de aquel primer año, con alta probabilidad próxima a la jubilación era una devota seguidora del método pedagógico de “la letra con sangre entra” y lo practicaba con ahínco. Desgraciadamente el aumento progresivo geométrico de punterazos y calificativos vejatorios, no obtuvo que las vocales fueran más fáciles para mí, así como tampoco las malditas consonantes y ya no hablemos de juntarlas en sílabas y leerlas.
Sentía vértigo y literalmente pánico cuando me obligaban a subir a la cátedra para “leer” ante la clase. Juro que intentaba identificar aquel galimatías llamado letras, pero no podía. Tartamudeaba, probaba a adivinar… y ya observaba de reojo la reacción de la Sra. maestra y las risas de los estimadísimos pares.
Una de las frases más recurrentes era la de «mira lo que está escrito”, y yo miraba pero era como si no viese. Otra experiencia que también me gratificaba el alma era la de copiar en la pizarra. Se podría haber dicho que mi grafía fuese chino, y la amable Sra. maestra sólo me dedicaba apelativos lisonjeros, siendo los más suaves “torpe y tozuda”.
Para los demás niños era o parecía todo sencillo, incluido aprender los días de la semana, el abecedario, los meses del año, las series de conceptos…para mí constituía un enorme misterio. En aquel período histórico era «bien considerado” denominar a un niño que no aprendía a leer y a escribir, burro y retrasado mental.
Tampoco conseguía atinar con lo de la izquierda y la derecha, ni realizar los números con “las panchas” en la dirección requerida. Otros de los piropos usuales eran los de “desastre, sucia, desordenada”. Yo ponía empeño aunque no conseguía organizarme. Me hicieron repetir primero de primaria, si bien nadie tenía buenas expectativas sobre mí.
Sentía mucha vergüenza, retraimiento, yo no era como los demás. Nadie creía en mis posibilidades y yo misma tampoco. No era popular ni tenía amiguitos, al parecer no era conveniente que los demás se juntaran conmigo no fuera que la estupidez se contagiara.
Había tenido conductas disruptivas, impulsivas, de explosión, sentimiento de impotencia y desesperación, convenientemente reprendidos tanto en la escuela como en casa. Decían que era vaga, indisciplinada, maleducada, desobediente…
Sin saber explicarlo, sí que era conocedora de hallarme en la soledad más absoluta. Me propuse a escondidas y con obstinación aprender las letras como fuera, eran la clave. Se me ocurrió trazar cada una de ellas, del mismo modo con los números, en el barro de la calle, primero con los ojos cerrados, formándolas y sintiéndolas con los dedos y después mirándolas. Empecé con el barro, después con harina y plastilina, y hasta lo hice con la única y untosa barra de carmín de mi madre en un espejo. Esto último me costó unos golpes. Pero lo logré.
Se mi hizo la luz, el ¡ajá!, al poder identificar grafema con fonema. Por fin podía leer. Superé la repetición de primero y en segundo encontré un gran premio, Dña. Araceli, y de ella sí que digo el nombre, “el altar del cielo”.
Ella fue la docente que me enseñó y ayudó a avanzar, me transmitió confianza y por supuesto pensó que yo era una niña inteligente y con opciones, aunque diversa. Amé ir al colegio y superarme. Entonces nadie hablaba de dislexia. Esta maestra fue mi fortuna y mi detección temprana.
Los retos no se acabaron aquí, tropecé con la ortografía, con gran incomprensión de los acentos, con la gramática, con la perspectiva, con la orientación espacial… con casi trece años mis redacciones eran penosas, era la reina de las frases yuxtapuestas y de alguna coordinada.
Progresivamente y con mucho trabajo personal, iba obteniendo los “Eureka” y conectando.
Aprender otras lenguas es ardua tarea, especialmente en lo tocante a la ortografía y la gramática.
Descubrí en la etapa universitaria que todo el calvario relatado, tenía su origen en lo que se denomina dislexia.
En la actualidad existen unas circunstancias bien diferentes y más idóneas, aun así el mejor resultado para la adecuada evolución del niño es una detección temprana no dejada a la fortuna ocasional, para poder afrontar conveniente y satisfactoriamente los posibles obstáculos.
Un programa como díde, además de detectar precozmente una dificultad como la dislexia, también ofrece la posibilidad de señalar otros indicadores, llevando a cabo un cribado conveniente y facilitador para el éxito del desarrollo del menor».